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Un día pudieron hablar: mujeres, violencia y dictadura

Otro 24 de marzo

El fenomenal éxito de público de la película “Argentina 1985”, que coloca en primer plano social el pasado reciente de nuestro país, se explica por la profunda herida que la última dictadura militar significa en nuestra historia y en nuestra identidad como pueblo. La emoción generada en las salas de cine siempre va acompañada de aplausos -muchas veces de pie- y gritos que se sintetizan en el “Nunca más” con el que cerró su alegato el fiscal Strassera en el Juicio a las Juntas. Esto es lo que ocurre en los cines, y por fuera de las funciones se abren los intercambios de sensaciones, sentimientos,  dolores, heridas, debates. Además de recordar -volver a pasar por el corazón- las formas que adquirió el horror a través de las torturas, las vejaciones, las denigraciones, las técnicas de destrucción del ser humano como tal, la película abrió una serie de preguntas, algunas relacionadas con el comportamiento diferenciado de los represores con las mujeres secuestradas. En la ficción, una de las mujeres que prestó testimonio se refiere a las violaciones a las que fue sometida en cautiverio y algunos interrogantes que surgieron fueron si se denunciaron violencias sexuales en el contexto del Juicio a las Juntas y porqué estas prácticas aberrantes fueron invisibilizadas. Las investigaciones comprobaron que las denuncias por violencia sexual fueron parte de los relevamientos que realizó la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) y que se escucharon durante el desarrollo del Juicio a las Juntas. A pesar de esa comprobación, esas denuncias sobre crímenes contra la integridad sexual no fueron considerados delitos específicos en ese momento y no llevaron a investigaciones posteriores, aún cuando quedaron fuera de las leyes de impunidad (Obediencia Debida, Punto Final e Indultos) sancionadas a fines de la década del 80 y en el año 1990. En este sentido y en ese contexto, la violación fue considerada una forma de tortura y definida como tormento. En esos primeros años pos-dictadura, algunas mujeres quisieron hablar de lo que habían padecido y no fueron escuchadas, es decir, no encontraron las condiciones para relatar esas experiencias traumáticas que les provocaban una profunda vergüenza. Muchas otras no pudieron hablar, guardaron por mucho tiempo esos dolores en sus cuerpos torturados y violados que no querían ni podían expresar lo vivido.

Y un día pudieron hablar. Fue cuando se reabrieron los procesos judiciales por los crímenes del terrorismo de estado, en la primera década de los 2000. En ese  momento comenzaron a visibilizarse formas específicas de violencia ejercidas sobre los cuerpos de las mujeres, que para los represores eran sólo eso, cuerpos de los que se podía disponer para ser ultrajados y violados, una, diez, mil veces. Y en 2011, la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de las causas por violaciones a los derechos humanos instruyó sobre la necesidad de juzgar como crímenes de lesa humanidad los abusos sexuales cometidos contra detenidxs desaparecidxs, independientemente de otros delitos como tormentos y desaparición de personas, entre otros.

Las formas específicas de violencia ejercidas sobre las mujeres tienen muchas explicaciones, pero indudablemente una de ellas es que las secuestradas estaban lejos del modelo de mujer que tenían los represores y que “ese modo de ser” atentaba contra la moral patriarcal que sostenían y los estereotipos de la familia occidental y cristiana que defendían. Sólo la violencia extrema -que incluía técnicas de destrucción psicológica e identitaria junto con las violaciones- castigaría esa osadía y se convertiría en un acto domesticador, al decir de Rita Segato.

Estas reflexiones sobre el pasado reciente de la Argentina forman parte de aprendizajes que hemos realizado junto con las sobrevivientes, los organismos de derechos humanos de nuestro país -varios de los cuales están formados por mujeres-  y compañeras que desde los feminismos nos han interpelado en la construcción de nuestra historia. Uno de los principales aprendizajes es que la escritura e interpretación de la historia no puede hacerse sin perspectiva de género, porque de esa forma construimos y narramos una historia incompleta. Y no nos referimos sólo a la “historia oficial” sino también a la que se ha escrito desde las izquierdas. La metodología criminal implementada por el terrorismo de estado se expresó de forma diferente en los cuerpos femeninos y masculinos, reproduciendo la violencia sobre la que se sostiene, en el pasado y en el presente, el capitalismo colonial, patriarcal y extractivista. Esas prácticas represivas diferenciales se tatuaron en los cuerpos de las mujeres y su manifestación se fue abriendo camino cuando algunas de ellas pudieron hablar, contar, narrar, lo que habían vivido en los centros clandestinos de detención y tortura. Y se visibilizaron las vivencias y los impactos diferenciales, dando lugar a los relatos con perspectiva de género.

Eso mismo sucede hoy con los extractivismos que arrinconan la vida en nuestras tierras. Las mujeres, que son las principales protagonistas de las luchas en defensa de los territorios, han construido lecturas particulares sobre el modelo extractivo, identificando impactos diferenciados por género y denunciando su carácter patriarcal y racista. Es decir, un día hablaron para denunciar que lo que ocurre en los territorios repercute en nuestros cuerpos y que el avance extractivista pone en riesgo la reproducción de la vida.

Poder hablar es un proceso y para las mujeres implica superar las mordazas patriarcales que las han callado. Y hablar se convierte en un desafío: interpretar la historia y leer el mundo con “anteojos violetas”, es decir, con perspectiva de género, que implica ni más ni menos que las mujeres y las diversidades se apropien de su voz y construyan papeles protagónicos en los relatos que hacen a nuestro pasado y nuestro presente.

Cualquier interpretación o lectura que hagamos sin esos anteojos, es ver menos y sin profundidad. Es ver a medias.